Bartleby el escribiente




31.5.04

Lo primero que perdí fue el sofá. Aunque lo compramos hace años y está ya algo ajado, aún acoge bien el cuerpo y favorece el sueño. Le tengo cariño. Una noche ella rompió el pacto tácito que había entre nosotros y se tumbó en él a hojear una revista. No dije nada, claro, pues al fin y al cabo el sofá es de los dos. Y así ha sucedido todas las noches desde entonces. Me he resignado al sillón de orejas, qué remedio. La convivencia tiene estas cosas. Luego ocurrió lo del mando a distancia, objeto al que S. nunca había prestado atención y yo, en cambio, manejaba con destreza compulsiva. Se apropió de él. Me hace gracia la torpeza con la que apunta a la tele, como si fuera a fusilarla, cuando va de un canal a otro. Los cambios en la decoración me sorprendieron, y he de reconocer que me disgustó que no contara conmigo. Esas cosas solíamos decidirlas juntos. Un día desaparecieron todos los ceniceros. No dije nada tampoco.
Ya hace meses que entro en casa discretamente, sin hacer ruido, y me dedico a mis cosas. Hoy, cuando he vuelto del trabajo, un poco más tarde de lo habitual, la he sorprendido preparando la mesa de comedor para lo que parece que será una cena íntima (lo digo por lo de las velas). Ha habido un momento en el que he creído que me miraba, pero no ha dicho nada y ha seguido con su tarea. Está guapa esta noche. De camino al dormitorio, mientras guardo las llaves en el bolsillo, mi mente se ha iluminado. Ya sé lo que ocurre: simplemente yo ya estoy muerto y ella ya está rehaciendo su vida.
La verdad es que me he quitado un peso de encima. La incomunicación es el cáncer de las parejas.