Bartleby el escribiente




22.6.04

Tengo que contárselo a alguien. Finalmente accedió a quedar conmigo, no sin reticencias. Cuando comprobó que mis intereses eran puramente intelectuales, se relajó, y la conversación se hizo más fluida. Sus labios me produjeron la misma turbación que la primera vez que la vi. Le dije que a mi edad y en mi condición no podía ya asistir a clases, aunque mi interés por la filosofía era grande, ya casi el único. Le propuse, pues, que me dedicara una hora una tarde a la semana, una hora muy bien retribuida, naturalmente. Me leería textos clásicos y los interpretaría según su saber para hacérmelos más comprensibles. Accedió. La cité en la que ha sido mi casa, hoy vacía, para el martes siguiente, pues es el martes el día que me dejan salir de paseo. Se ha marchado hace unos minutos. Durante una hora, sentada frente a mí, ha leído a Nietzsche. La he escuchado sin interrumpirla, siguiendo con la vista el movimiento de sus labios. He recorrido la curva de su garganta y el perfil de su pecho. Me he detenido en sus tobillos, y en sus sandalias, y en sus uñas pintadas. Me han atraído sus dedos, al pasar las páginas, largos y translúcidos. Sentada frente a mí, con la espalda recta, las rodillas juntas, ha leído durante una hora.
Al salir, mientras guardaba los billetes que le había dejado en la mesita de la entrada, me ha preguntado:
-¿Quiere que vuelva?