Bartleby el escribiente




18.7.04

Posdata 4
Le he comprado a mi hijo un Tamagochi. Para quien no lo sepa, es un artilugio electrónico parecido a un reloj digital con una pantallita en la que aparece un muñeco informe e impertinente que reclama atenciones continuamente: pitidito cuando se hace caca, pitidito cuando quiere dormir, pitidito cuando quiere comer. Mi hijo está pendiente de él; supongo que le hace sentirse responsable de algo, y construye en torno a ese bichito un mundo virtual o de fantasía. Se ha hecho un adicto. Yo no tengo nada que reprocharle. También soy un adicto. A este blog, por ejemplo. Anoto las tonterías que se me ocurren para colgarlas aquí después, y estoy pendiente de los comentarios: simples, provocadores, inteligentes, divertidos... Polemizo, defiendo una cosa para abogar al minuto siguiente por la contraria, como los sofistas, intento ponerle rostro a los anónimos comentaristas. Cualquiera diría de mí lo que yo he dicho de mi hijo antes: ¡Vaya gilipollez! Pero el caso es que este blog me permite ironizar sobre mi mismo, sobre mis carencias o debilidades, hacer humor negro sobre algunas situaciones, y también, claro, desdoblarme, asumir una o varias personalidades alternativas a la mía real.
Leo blogs e intuyo detrás de los post amores, desamores, crisis, estilos de vida diferentes al mío: algunos de ellos los conozco porque ya los he vivido, otros me sorprenden, y envidio unos pocos. Me gusta especular acerca de las razones que llevan a la gente a emplear su tiempo en esto.
Si fuera sensato estaría durmiendo ya, o leyendo unos de los muchos libros que se acumulan en mi mesita de noche, o viendo alguna de las muchas pelis o documentales que pasan por el canal de cable. El otro día hablaba con una amiga sobre American Beauty. Ella decía que es un bluff, que está llena de trampas. A mí me gusta el monólogo que se escucha mientras el viento levanta una bolsa de plástico vacía. Y la imagen de Kevin Spacy, perplejo, mirándose a sí mismo en un espejo, encanallado por una lolita descerebrada y por su propia confusión. Espero que a mí no me pase como a él, es decir, que acabe dándome un tiro (esto es una boutade: no tengo pistola. Y además, ¿quién limpia luego la sangre? No quiero ni imaginar la bronca de mi  mujer).
Muy bajito, para no molestarla, ella duerme, suena Jordi Savall, Les voix humaines, el primer corte, preludio en re menor de Karl Friedrich Abel (1723-1787), dos minutos sublimes. Pienso que no hay tanta diferencia entre un hombre del siglo XVIII y otro del siglo XXI.
A estas horas de la madrugada ya hace fresco.
Termino el cigarrillo, cierro las ventanas y me voy a dormir.